(En la foto todos los aludidos en la playa de Nunca Jamás) |
Fui a recoger al hijo de mi pareja al colegio.
Aprendía a jugar al baloncesto después de las clases.
Todos los padres del resto de niños eran altos.
Mi pareja es alta.
Yo soy como soy y a veces ni me acuerdo.
De niño odiaba el baloncesto y la playa.
Nunca supe encestar y tenía miedo al agua.
Ni daba la talla ni sabía nadar.
Me limitaba a mirar el mar desde la orilla
y a contar las olas mientras mi hermano
se confundía entre los bañistas.
Os desvelaré el secreto:
Hay tantas como tantas seas capaz de contar.
En realidad nunca me interesó el deporte
hasta que Patricia, una niña de 10 años,
quiso jugar al fútbol conmigo aquel agosto
en Peñíscola (buscar ubicación en Google Maps
y abstenerse de corromperla si aún no la conocéis).
Aprendí a regatear y soporté perder.
Fue el verano más corto de mi vida.
Su madre estaba muy enferma
y su "tete" pequeño, Marcos,
se interponía entre lo que no sabía que significaba
y mis ganas de encerrarlo en un armario
para que nos dejara en paz.
Su padre tuvo que devolverlos a Madrid.
Aún hoy la echo de menos
de la manera que se anhela la infancia
cuando has tenido la suerte de tenerla.
Patricia me enseñó todo lo que necesitaba aprender
del fútbol, de la playa y me cobijó en una niñez perenne.
No he vuelto a verla y eso me jode.
Me hubiera gustado darle las gracias.
Nadie merece enterrar a una madre
sin saber que va sembrando vida.
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