Se alojaron en mi cerebro
con el pretexto de que pertenecía a su nido.
Tenían la razón y además
sabían dármela.
Estaba del lado de los buenos.
Encendí le mecha
y estalló la bomba.
Yo amaba a mi pareja,
ella me besaba antes de dormir.
Aún así quería morir.
Lo único que me importaba
era que Dios me esnifara.
Necesitaba ser su droga.
Todo lo que logré fue
no acertar con la colada.
Me resultaba difícil separar
la ropa de color de la blanca.
Tuve que ir a desintoxicación.
Por mi bien — me aseguraron —
si no distinguía los colores
era porque había
tomado más suavizante
del que me aconsejaban los míos.
Estuve vomitando más de cien años.
Solo así se compadecieron de mí
y me llevaron al médico:
«Este hombre se muere.
Ni ha entendido, ni ha hecho por entender»
—dijo el matasanos.
Mi pareja me visitó en el quirófano.
«Sé que te contamino pero te amo»
La miré con la vida que me quedaba
y le pedí un beso.
Antes de dármelo me habló
de nuestros veranos y la desnudez.
Tuve una erección y cerré los ojos.
Luego resucité y me acribillaron a balazos.