Encendió una hoguera
y sonaron las voces de las mujeres
que habían dicho quererle.
Nada ardía mejor que la madera
consumida entre reproche y beso
o el diesel del volkswagen
que robó en el supermercado del amor.
Él lo tenía claro.
De todo lo que debió aprender
le sobraban unos céntimos de cordura.
Por eso lo eligieron para el Partido.
Su oratoria no debía desperdiciarse
jugando a ser otro creyente.
No tardaron en ondear banderas.
Del color de su basura
y en blanco y negro como los sueños
que no recordaba.
Algún que otro gato le ofrendaba el culo.
Él prefería la razón de los porqués
y la entrepierna de cualquier pollo de corral.
Un día una virgen vestida de negro
le prometió una resurrección, anonimato
y polvos de talco en su piel irritada.
No le preguntó por quien guardaba el luto.
Se sabía tan irrelevante como oportuno.
Nunca lo hicieron jefe de nada.
Su currículum solo interesaba a los ácaros.
Por eso se enredó entre sábanas.
Dicen que decía:
«Más allá de ellas solo hay despertares,
y los pianos suenan desafinados».
Era tan sabio como capullo.
Su padre se lo advirtió antes de conocerlo:
«Pufff ¡anda que...»