Por fin detuvieron al hombre de los caramelos y los cromos.
Treinta años después de que yo abandonara aquel colegio
del que colgaban en las paredes símbolos políticos y religiosos.
Cualquiera diría que el blanco y negro de aquella época
le venía bien para pasar desapercibido.
En el fondo nunca me pareció un tipo peligroso.
Te ofrecía varios paquetes con imágenes de futbolistas
o gominolas de colores muy llamativos
a cambio de irte con él un rato detrás de unos arbustos
que la naturaleza había dispuesto cerca de la valla.
Supongo que la tala de aquel bosquecillo años después tampoco
le facilitó las cosas para seguir con su anonimato.
Aunque bien pensado anónimo no era.
Todo el mundo sabía de su existencia.
Mi madre me advertía cada mañana que evitara hablar con él.
Que si en un descuido me ofrecía caramelos yo le respondiera
que prefería el agua y que los cromos ya me los compraría ella
el domingo.
Nunca le tuve miedo. Pero a mi madre sí.
Si la desobedecía dejaba de sonreír y se lamentaba
de que fuera tonto.
Y ver a mi madre triste me escocía.
Lo de que pensara que era tonto no me preocupaba.
Mi padre siempre rezaba a regañadientes cuando discutía con ella
que era tonto por haberse casado con aquella mujer.
Por lo que si él era tonto habiendo podido elegir
¿qué opción me quedaba a mí que era su hijo?
Recuerdo, que siendo niño,
defendí al hombre de la gabardina durante la clase de catequesis
de mi parroquia.
«¡Él no obliga a nadie a ir tras los arbustos!»
le grité un tanto molesto por los adjetivos
que usaba contra él Mosén Pío.
«Pero abusa de vuestra inocencia…
se aprovecha de vuestros espíritus débiles»
me respondió con cierto enfado.
«¡Como cualquier adulto!» le repliqué.
Lo que sucedió después es de suponer.
La bofetada que recibí fue mayúscula.
Mi madre dejó de sonreír durante todo un curso.
Y mi padre… mi padre… tras frotarse la cabeza
un buen rato y emitir ciertos monosílabos
que no acababan de concretar ningún sujeto y predicado
(cosa que yo creía que era necesario
de lo que deduje de las clases de lengua
para pronunciar alguna frase entendible)
me dijo algo que era obvio.
Que era tonto.
Y la verdad… me molestó.
¿Acaso alguien que se considera tonto puede utilizar como insulto
su propio calificativo?
Hoy entiendo todo el revuelo que se causó.
He comprendido que comerciar con la ilusión
de un niño está mal.
Quizá por eso me hice adulto.
Porque estaba cansado de ser cliente.