jueves, 24 de diciembre de 2015

La otra Navidad.



Se conocieron en la misa del gallo.
A la hora de darse la paz los dos
sintieron un cosquilleo en sus nucas.
"la química del universo» pensó ella.
"Dios mío que buena está» se dijo él.

Ninguno pasó a comulgar.
Haber sentido aquello en un lugar sagrado
les hizo reconocerse indignos.

Al acabar cada uno fue a su coche.
Volvían la cabeza con la esperanza
de que uno de los dos se atreviera a
provocar el encuentro.

Pero Santa Claus estaba ocupándose 
de los niños y Hollywood solo existe
en la pantalla.

Al día siguiente la comida de Navidad
fue aburrida para ambos.
Ni sus respectivos cónyuges
ni sus hijos les provocaban algo parecido
al escalofrío de la pasada noche.

No volvieron a encontrarse en la iglesia.
Quién sabe si ese fue el mejor regalo
que podían recibir por esas fechas.


jueves, 17 de diciembre de 2015

La última marea.


El mar golpea las rocas.
Va ganando terreno a la ciudad.
El alcalde ha pedido colaboración
pero los vecinos están más preocupados
en recoger sus pertenencias y emigrar
hacia tierras más altas.

Yo me he presentado voluntario.
Yo, un niño al que acaba de dejar su primer amor
y un sacerdote que convenció a todos
de que Dios está al otro lado.

Nadie nos dice por donde empezar
a levantar el muro que contenga la marea.
El alcalde, tras unas palabras de agradecimiento
nos ha dejado para dirigir a las gentes que se desplazan.
«Todo es importante» nos ha dicho.

Los tres imprudentes nos hemos mirado
y luego nos hemos quedado embelesados
contemplando la furia del mar.
«Dios ha creado todo esto» ha dicho el sacerdote.
«No me importa morir… ya no tengo 
nada que me ate a la vida» ha contestado el chaval.

Y yo… que siempre he tenido palabras para todo
me he limitado a mirarlos con desprecio
y a morderme la lengua.
No era momento para decir la verdad.
No tenían por qué sentirse responsables
de que yo estuviera ahí como un gilipollas.

lunes, 14 de diciembre de 2015

una novia en blanco y negro

Se había visto en blanco y negro
me dijo, cuando se miró al espejo por la mañana.
Le pregunté si todavía le pasaba.
Si todavía su reflejo era una foto antigua.
Y me respondió que no se había atrevido 
a volverse a mirar.
Le dije que yo la veía igual.
Incluso más guapa.

«Claro», me respondió, 
«porque el blanco y negro 
favorece a cualquiera.»

«No… pero yo te veo…»

y entonces se me notó que estaba mintiendo.

«¿En color? ¿Me ves en color?»
Insistió sobrecogida al descubrirme.

«Bueno… quizá algo desaturada»
respondí mostrando mis conocimientos 
sobre fotografía.
«Pero seguro que es pasajero…»

«¿Tú me querrás igual?»

«Depende… ¿es contagioso?» bromeé.

«¿Ves? ¿Ves como tú también me estás 
viendo en blanco y negro?»

«Tranquilízate… vamos a hacerte una foto 
con el móvil a ver de qué color sales…»

La idea le gustó. 
Hasta alabó mi creatividad a la hora
de buscar soluciones.
E hicimos la foto.

«Bueno…» le dije al ver su cara de horror
«Yo te veo más bien sepia… quedan unos matices
cromáticos que no son blanco y negro puro»

«¡Peor! ¡El color sepia hace que parezca más antigua!»

Y blasfemando contra su mala suerte se fue a la cocina
a tomarse las pastillas.
La oía rechistar a regañadientes.

Yo… sentándome despacio pensé:

«Esta mujer… cuando se dará por enterada
de que ya son ochenta y cinco años…»

sábado, 12 de diciembre de 2015

la peonza y el rubio que se llevó a mi chica



Ella jJugaba con la peonza.
le gustaba contemplar como giraba entorno a ella.
Cuando caía se desilusionaba.
Le regalé una bola del mundo.
Así podría hacerla girar sin preocuparse de que cayera.
La hizo rotar un par de minutos.
Luego la paró en seco y preguntó por un país pequeño
del que yo ni siquiera había oído hablar.

«quiero ir» me dijo.
Y fuimos.

Allí conocimos a un rubio de uno noventa.
Simpático, amable, lleno de pasión por la vida.
Le gustaban las peonzas. Como a ella.
El cretino decía que le resultaban mágicas.
Que desafiaban a las normas lógicas.

Yo apunté que por mucho que desafiaran 
a lo que quisieran terminaban cediendo a la gravedad.
Y sentí la mirada decepcionada de mi chica.

Dos días después ella me dejó. 
Me entregó mi billete de avión y rompió el suyo 
delante de mis narices.

Regresé a mi ciudad solo.
Al llegar a mi portal una niña y un niño jugaban en la acera
con una peonza.
Miré al chico. Estaba disfrutando del juego.
Me acordé del rubio que sin duda estaría ahora girando
en torno a mi ex.

Me acerqué a los niños y le di una patada fuerte a su juguete.
Golpeó contra la puerta de un coche y al caer siguió rodando.

Una mujer mayor gritó «¡policía!»

«Y eso es todo señor comisario
podría decirse que estoy aquí 
por no saber jugar»




miércoles, 9 de diciembre de 2015

los hombres de los caramelos

Por fin detuvieron al hombre de los caramelos y los cromos.
Treinta años después de que yo abandonara aquel colegio
del que colgaban en las paredes símbolos políticos y religiosos.
Cualquiera diría que el blanco y negro de aquella época
le venía bien para pasar desapercibido.
En el fondo nunca me pareció un tipo peligroso.
Te ofrecía varios paquetes con imágenes de futbolistas
o gominolas de colores muy llamativos
a cambio de irte con él un rato detrás de unos arbustos
que la naturaleza había dispuesto cerca de la valla.

Supongo que la tala de aquel bosquecillo años después tampoco
le facilitó las cosas para seguir con su anonimato.

Aunque bien pensado anónimo no era.
Todo el mundo sabía de su existencia.
Mi madre me advertía cada mañana que evitara hablar con él.
Que si en un descuido me ofrecía caramelos yo le respondiera
que prefería el agua y que los cromos ya me los compraría ella
el domingo.

Nunca le tuve miedo. Pero a mi madre sí.
Si la desobedecía dejaba de sonreír y se lamentaba
de que fuera tonto.
Y ver a mi madre triste me escocía.
Lo de que pensara que era tonto no me preocupaba.
Mi padre siempre rezaba a regañadientes cuando discutía con ella
que era tonto por haberse casado con aquella mujer.
Por lo que si él era tonto habiendo podido elegir
¿qué opción me quedaba a mí que era su hijo?

Recuerdo, que siendo niño,
defendí al hombre de la gabardina durante la clase de catequesis
de mi parroquia.

«¡Él no obliga a nadie a ir tras los arbustos!»
le grité un tanto molesto por los adjetivos
que usaba contra él Mosén Pío.
«Pero abusa de vuestra inocencia…
se aprovecha de vuestros espíritus débiles»
me respondió con cierto enfado.
«¡Como cualquier adulto!» le repliqué.

Lo que sucedió después es de suponer.
La bofetada que recibí fue mayúscula.
Mi madre dejó de sonreír durante todo un curso.
Y mi padre… mi padre… tras frotarse la cabeza
un buen rato y emitir ciertos monosílabos
que no acababan de concretar ningún sujeto y predicado
(cosa que yo creía que era necesario
de lo que deduje de las clases de lengua
para pronunciar alguna frase entendible)
me dijo algo que era obvio.
Que era tonto.
Y la verdad… me molestó.
¿Acaso alguien que se considera tonto puede utilizar como insulto
su propio calificativo?

Hoy entiendo todo el revuelo que se causó.
He comprendido que comerciar con la ilusión
de un niño está mal.
Quizá por eso me hice adulto.
Porque estaba cansado de ser cliente.