El mar golpea las rocas.
Va ganando terreno a la ciudad.
El alcalde ha pedido colaboración
pero los vecinos están más preocupados
en recoger sus pertenencias y emigrar
hacia tierras más altas.
Yo me he presentado voluntario.
Yo, un niño al que acaba de dejar su primer amor
y un sacerdote que convenció a todos
de que Dios está al otro lado.
Nadie nos dice por donde empezar
a levantar el muro que contenga la marea.
El alcalde, tras unas palabras de agradecimiento
nos ha dejado para dirigir a las gentes que se desplazan.
«Todo es importante» nos ha dicho.
Los tres imprudentes nos hemos mirado
y luego nos hemos quedado embelesados
contemplando la furia del mar.
«Dios ha creado todo esto» ha dicho el sacerdote.
«No me importa morir… ya no tengo
nada que me ate a la vida» ha contestado el chaval.
Y yo… que siempre he tenido palabras para todo
me he limitado a mirarlos con desprecio
y a morderme la lengua.
No era momento para decir la verdad.
No tenían por qué sentirse responsables
de que yo estuviera ahí como un gilipollas.
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