Mi abuelo se arrancó los ojos de tanto verme.
Le recordaba a su juventud
y prefirió quedarse ciego
antes de retirarse al infierno.
Dijo que así el submundo solo sería
un lugar cálido.
Nunca hablamos demasiado.
Podía advertir que no era su preferido.
Nací cuando la suerte le estaba siendo más favorable.
Tener que renunciar a sus partidas de guiñote
por un crío en pañales le jodía bastante.
Esto nunca me lo reconoció.
Pero supe que había sido así a dos días de su muerte.
Cuando mi Padre me obligó a verlo postrado,
ajado y más lejos de la humanidad que de una piedra.
«Todo el mundo merece compañía a la hora de irse»
me dijo.
Por alguna razón no estuve de acuerdo con él.
Aún así fui.
(Más que nada porque me obligó)
No sentí pena. No sentí dolor.
Un ataque de risa se apoderó de mí.
Un ataque de risa que mi hermano
atajó con un pellizco en mi brazo.
Los hay que mueren sin dignidad.
Los hay que mueren como árboles.
Los hay que han estado para sí mismos.
Los hay que nunca dejan de servir a los demás.
No estoy diciendo que mi abuelo
fuera un hombre malo.
Pero no puedes preferir unos naipes
a tu sangre.
Ningún árbol lo haría.
¿Qué sería de nosotros?
Ahora los cipreses lo custodian
para que no escape de sus vacaciones tropicales.
Yo visito cada San Juan su tumba.
Me contaron que mi padre la escavó un poco más
sin derramar una lágrima.
El ataúd no quería caber en el agujero
y el enterrador se limitaba a quejarse
de que el modelo de caja escogido
no cumplía con las medidas estándar.
En realidad no voy por él.
Aquel cementerio me recuerda a mi Padre.
Y estoy seguro de que Él
sigue esperando año tras año
a que yo también perdone a aquel hijo de puta.