–Cariño,
hay un señor durmiendo en nuestra cama –me susurró mi novia al oído a las tres
de la madrugada.
Me incorporé sobresaltado sobre el
colchón permitiendo que el nórdico que le regaló su ex, cayera sobre mi cadera y
piernas convirtiéndome así en una escultura helénica algo escorzada y llena de
intenciones de pulir todo ese exceso de músculo relajado que con tanto
desacierto e insistencia, mi amada, llamaba grasa. Las palabras de mi dama
todavía resonaban en mi cabeza como parte de un eco traído de unas montañas muy
lejanas. Y los lametazos del frío y húmedo invierno valenciano castigaban mi
piel, encogiéndola sobre mi carne, hasta provocarme un leve dolor seco,
parecido a lo que me han contado que sienten algunas mujeres cuando hombres
ineficaces pretenden sacar el regalo kinder que presuponen dentro de sus pechos.
Aturdido por todo ese cúmulo de sensaciones madrugadoras le
pregunté:
–¿Y
no será que estás soñando?
–¿y
tú? ¿tú también estás soñando?
Tengo que estarlo, pensé. ¿Qué
sentido tenía que un desconocido estuviera durmiendo en nuestro dormitorio.
Dormir es algo muy íntimo. Y seguramente a él no le gustaría compartir nuestros
alientos.
– Bueno…
¿y quién es?.- pregunté.
–Creo
que es el vecino de abajo.
– ¿El
del perro ese feo y pequeño?
–Sí,
precisamente el dueño del perro ese que está durmiendo a los pies de la cama.
Era de esos perros pequeños y que
están cubiertos con más piel de la que debieran tener para ajustarse a su
estructura ósea. Perros que parecen que se vayan derritiendo por el
camino. Mi novia siempre dice que son muy guapos, pero a mí el único adjetivo
que se me ocurre para describirlos es: arrugados. Quizá un exceso de
centrifugado en el vientre de la madre antes de salir a este mundo de perros y
humanos. O quizá les pase como a esos muchachos que se enfundan en prendas
cinco tallas más grandes, supongo que, con la intención de espantar pájaros u
otros animalicos que intenten comerse el grano de sus trigales. Ahora sé que
no es esa la razón. Me la explicó, Patricia, una novia que tuve. Me contó que
sobre la tierra hay una cantidad determinada de tela. Y que como cada vez se usa
menos para diseñar la ropa de mujer pues que el sobrante hay que reubicarlo en
algún sitio; que en un principio se pensó en los cerdos pero que resultaba muy
difícil tomarles las medidas así que se decidió usarla para los hombres. A
veces pienso que las palabras de Patricia tenían doble sentido, y más cuando, después de contestarme a esa pregunta, me dirigió un par de insultos familiares
y juró que no volvería a salir con un psicópata.
Psicópata (según la RAE) Anomalía
psíquica por obra de la cual, a pesar de la integridad de las funciones
perceptivas y mentales, se halla patológicamente alterada la conducta social
del individuo que la padece.
Sinceramente, en un principio me
dolió que me llamara psicópata pero luego, analizándolo bien, me di cuenta de
que sí, que anomalías psíquicas que alteran mi conducta social tengo: Ni me gusta
apretujarme con otros seres humanos en vagones de metal que circulan a más de
cincuenta kilómetros por hora por debajo de la tierra. Ni soporto hacer colas
para comprarme algo que ya tienen millones de personas. Ni remotamente he
sentido algo parecido a un orgasmo al comerme una tableta de chocolate. Ni he
llegado a ver más allá de la hora al mirar un reloj de esos que atraen a las
hembras de metro setenta y labios de orquídea… en fin, que las tengo ¡a patadas!
El caso es que el perro del señor que
dormía en nuestra cama, y que además por el día ejercía de vecino con perro,
roncaba como un demonio (esto es una comparación atrevida por mi parte ya que
desconozco si el demonio ronca e incluso si existe).
–¡Ah
no! –dije –. Lo del señor pase… pero al perro no lo aguanto porque ronca.
–Cariño –pronunció, mi querida, con esa voz que un ángel le debió regalar a cambio de un
favor sexual, porque de otra forma no entiendo que alguien pueda tener una voz
tan extraordinaria –. ¿De verdad vas a dejar que el vecino siga durmiendo aquí?
¿Y si tengo que ir al baño? ¿Vas a levantarte tú para dejarme pasar? Porque a
él no pienso molestarlo. Duerme demasiado profundo y me da no sé que…
De verdad que jamás he entendido a
esa mujer. ¿Todo lo que le preocupaba era como ir al baño? Desde luego que la viera desnuda era improbable, ya que ella dormía con una especie de pijama-chándal que en la
tienda nos habían vendido como una prenda superpráctica; digo yo que para
dormir en los bancos del parque. ¿Porque si no para qué sirve un pijama-chándal?
¿Por si te entra el sueño en la cola del supermercado?
–No
estás usando la imaginación, cariño –inquirí –. Por qué todo el mundo piense
que hay que salir de la cama por la derecha o la izquierda ¿tu vas a
conformarte con esas posibilidades? Sal por los pies. ¡Rompe con lo
establecido! Además, ¡así caerás con los dos pies a la vez! Equilibrio
absoluto. Ni izquierda ni derecha. Ni mal día ni bueno.
–Para
hacer eso tendré que echar el nórdico hacia los pies y destaparnos los tres. Y
tú estás desnudo. ¿quieres que te vea el vecino desnudo?
–Pero
si está durmiendo…
–Bueno,
está bien… ya lo has conseguido. No iré al baño. Espero que no me entren ganas.
¿Se dan cuenta de que todavía no
tenía ganas y ya estábamos hablando de lo que habría que hacer en caso de que
las tuviera? Esto se me hacía un poco cuesta arriba con mi niña. ¡Ese nivel de
previsión! ¡Era como vivir dos vidas a la vez! ¡¡La que nos tocaba y la que
podría tocarnos!!
–Bueno
–dije todo lo resoluto que pude aparentar ser –. Por lo pronto el perro con
abrigo de piel se va a la cocina. No soporto los ronquidos.
–¿Y
qué hacemos con el señor?
–Pues
lo primero hay que despertarlo y preguntarle por qué se ha venido a dormir
aquí?
–¿Habrá
que preguntarle por donde ha entrado no?
–Bueno,
a mí me interesa más saber por qué ha entrado que por donde…
–Pero
solo si sabemos por dónde podremos evitar futuros “porqués”.
Y ya estaba otra vez con sus
previsiones.
Y comenzamos a menearlo empujando su
hombro suavemente. El hombre era de dormir profundo… de repente me vino a la cabeza lo que
llevaba intentando evitar que me viniera desde que ella me despertó. Me refiero
a eso que me convierte en un tipo rarete.
– Oye –le pregunté – ¿y si echamos uno con éste al lado? A mi me da morbo…
–A
ti te da morbo untar una galleta con mantequilla.
–¿Qué
me dices? Luego te quejas de que la pasión se va desvaneciendo…
En contra de todo pronóstico mi musa
accedió con la condición de que ella solo prescindiría de los pantalones de su
chándal-pijama. Que aquí yo me di cuenta que llevaba mucho tiempo confundido
con la prenda, ya que chándal-pijama no es lo mismo que pijama-chándal: Sí que
puede apetecerte tumbarte a dormir mientras haces deporte lo que no creo que te
pase nunca es que te apetezca hacer deporte mientras duermes.
Estábamos en la
faena, les contaba…, de hacer descender las braguitas de mi reina (el tema de
por qué algunas mujeres duermen con braguitas debajo del pijama lo dejo para
otros escritos porque me falta documentación) cuando el susodicho dormilón,
vecino con perro durante las horas de sol, comenzó a despertarse.
–No
os cortéis. Mi mujer y yo solíamos hacerlo cuando el vecino del cuarto bajaba a
dormir con nosotros.
–¿El
viudo? –preguntó mi criatura con forma de diosa que poseía un fascinante
dominio del estado civil de los inquilinos de aquella finca.
–Sí,
el mismo… desde que su esposa murió busca como yo un lecho cálido donde
dormir –prosiguió contando el tío raro.
–¿Pero
usted es viudo? –pregunté.
–No, no... soy divorciado.
–Hombre... –apunté –. No es lo mismo…
–¡Sí lo es!. ¡Está solo! –me reprochó mi sirena con las braguitas en los tobillos.
Ante semejante muestra de empatía por
parte de la que yo me quería beneficiar y ante la más que probable posibilidad
de que esa noche no sucediera eso, intenté corregir mi falta de tacto.
–¿Y
por qué no se va a dormir con el viudo y así se hacen compañía?
–No…
lo que necesitamos los solitarios de esta finca es el calor que proporciona una
pareja. Se aprobó en la última junta de vecinos.
Ahí mi princesa, ya volviéndose a vestir,
pues por lo visto había decidido cambiar de planes, me miró con esos ojos que
dejaban claro que yo había cometido una falta grave.
–¿Tú
no me dijiste que habías ido a la reunión?
–¿Es
eso lo importante ahora? –me defendí pronunciando la frase que acabo de escribir
algo así como: ¿Ef efo lo… lo… imfobtaaaannnnnfe afo…….ra?
–No
quisiera molestar, en serio… –dijo nuestro vecino, que además resultó ser el
presidente de la comunidad.
–No,
no… si no molesta –matizó hiriente la mujer que estaba mutando ante mis
ojos en una especie de transformer japonés –. El que molesta es él.
–Un
momento… –intervine – (aquí hubo una discusión de media hora que no viene al caso... el caso es que concluyó como sigue) –. ¿Estás rompiendo conmigo?
–¿Tú
que crees? –me dijo ella cual boxeadora ilegal que acaba de amenazar al
contrario.
Miré al tipo que había destrozado
nuestro sueño aquella noche para que me aclarara si estaba rompiendo o no, ya
que no soy muy bueno interpretando las insinuaciones. El asintió
condescendiente. Miré a la mujer que más había amado hasta ese momento
mientras me vestía. Pensé en que, una cama de uno cincuenta concede a cada uno
de los durmientes cincuenta centímetros de intimidad y me di cuenta de que
quizá hubiera debido callarme y dejar que pasara la noche sin más. Entonces el
vecino cogió su móvil y envió un sms.
–No
quiero que te vayas así por mi culpa –me dijo –. Sube al segundo izquierda. Te
están esperando.
Lo hice. Allí una niña de unos
veinte añitos me abrió la puerta enfundada en lo que yo considero que
debería ser el pijama de todas las mujeres del mundo: Una camiseta vieja y unas
bragas de esas que jamás usarían para una primera cita.
–Buenas
noches –balbuceé –. Es que acabo de separarme y según el último acta de la
reunión de vecinos y propietarios…
–No
digas nada. Mi compañera y yo estábamos esperándote. Nos ha avisado Ernesto.
–¿Sois
pareja tu compañera y tú?
–Solo
en el trabajo. Hacemos cine porno… espero que no seas un estrecho de esos que
lo juzgan todo como inmoral…
No, no lo era, ni lo soy… pero suele
pesarme más el amor que no entiendo y termino perdiendo, que lo que no hace
falta entender y está a mi lado porque sí. Así que les pregunté si tenían algún
pijama-chándal que pudieran dejarme. Tuve suerte. Lo tenían. Me lo dejaron. Les
di las gracias y me fui a darle uso al parque que el ayuntamiento había construido
ese invierno justo enfrente de mi casa.
Seguramente para que yo pudiera pasar
allí aquella noche.