martes, 15 de enero de 2013

el ajedrez como excusa...









   
Ella tenía 8 añitos. Yo 12.

   Mi madre había ido a hablar con la suya de cosas de madres. No sé si de maridos o del futuro. Desde luego de telecinco no, porque no existían más cadenas que la uno y el UHF.
Mi madre vino para avisarme de que nos íbamos. Yo había enseñado a la niña unos pocos movimientos del ajedrez e íbamos a empezar la partida. Así que la hermana de mi tía y esposa de mi padre dijo:

  “Una partida. Solo una partida y que sea rápida. Tengo que comprar lana”

   La niña salió con un peón blanco. A los cinco minutos me había hecho jaque mate con su reina y no recuerdo que otras piezas.

   Yo empecé a llorar. La partida había acabado.

   “Deja de llorar, llorica, y sigue jugando” me dijo Patricia.

   Se llamaba Patricia.

   “No puedo continuar. Me has hecho jaque mate. Mi madre me ha dicho que solo una partida y nos iríamos”

   “¿Qué diablos es eso de jaque mate? Quiero seguir jugando. Mueve. ¿No vas a seguir luchando por tu rey?”

  “No puedo, jaque mate significa que me has dejado sin movimientos. Haga lo que haga pierdo la partida. Matarás a mi rey”

   “Quiero que sigas jugando. Creía que no eras un cobarde”

   “He perdido, eso es todo”

   “¿Y por qué lloras? ¿es que no sabes perder?”

  “Es que quería estar contigo toda la tarde. Me has vencido demasiado pronto”

  Esta es la historia que le conté a la mujer de mi vida por teléfono cuando me llamó cobarde, por huir de su cama mientras dormía por miedo a vivir la mayor experiencia de amor con la que un hombre puede tropezar en su camino.



miércoles, 2 de enero de 2013

el señor que durmió en nuestra cama.








             –Cariño, hay un señor durmiendo en nuestra cama –me susurró mi  novia al oído a las tres de la madrugada.

Me incorporé sobresaltado sobre el colchón permitiendo que el nórdico que le regaló su ex, cayera sobre mi cadera y piernas convirtiéndome así en una escultura helénica algo escorzada y llena de intenciones de pulir todo ese exceso de músculo relajado que con tanto desacierto e insistencia, mi amada, llamaba grasa. Las palabras de mi dama todavía resonaban en mi cabeza como parte de un eco traído de unas montañas muy lejanas. Y los lametazos del frío y húmedo invierno valenciano castigaban mi piel, encogiéndola sobre mi carne, hasta provocarme un leve dolor seco, parecido a lo que me han contado que sienten algunas mujeres cuando hombres ineficaces pretenden sacar el regalo kinder que presuponen dentro de sus pechos.

 Aturdido por todo ese cúmulo de sensaciones madrugadoras le pregunté:

–¿Y no será que estás soñando?
            –¿y tú? ¿tú también estás soñando?

Tengo que estarlo, pensé. ¿Qué sentido tenía que un desconocido estuviera durmiendo en nuestro dormitorio. Dormir es algo muy íntimo. Y seguramente a él no le gustaría compartir nuestros alientos.

 Bueno… ¿y quién es?.- pregunté.
–Creo que es el vecino de abajo.
 ¿El del perro ese feo y pequeño?
–Sí, precisamente el dueño del perro ese que está durmiendo a los pies de la cama.

Era de esos perros pequeños y que están cubiertos con más piel de la que debieran tener para ajustarse a su estructura ósea. Perros que parecen que se vayan derritiendo por el camino. Mi novia siempre dice que son muy guapos, pero a mí el único adjetivo que se me ocurre para describirlos es: arrugados. Quizá un exceso de centrifugado en el vientre de la madre antes de salir a este mundo de perros y humanos. O quizá les pase como a esos muchachos que se enfundan en prendas cinco tallas más grandes, supongo que, con la intención de espantar pájaros u otros animalicos que intenten comerse el grano de sus trigales. Ahora sé que no es esa la razón. Me la explicó, Patricia, una novia que tuve. Me contó que sobre la tierra hay una cantidad determinada de tela. Y que como cada vez se usa menos para diseñar la ropa de mujer pues que el sobrante hay que reubicarlo en algún sitio; que en un principio se pensó en los cerdos pero que resultaba muy difícil tomarles las medidas así que se decidió usarla para los hombres. A veces pienso que las palabras de Patricia tenían doble sentido, y más cuando, después de contestarme a esa pregunta, me dirigió un par de insultos familiares y juró que no volvería a salir con un psicópata.

Psicópata (según la RAE) Anomalía psíquica por obra de la cual, a pesar de la integridad de las funciones perceptivas y mentales, se halla patológicamente alterada la conducta social del individuo que la padece.

Sinceramente, en un principio me dolió que me llamara psicópata pero luego, analizándolo bien, me di cuenta de que sí, que anomalías psíquicas que alteran mi conducta social tengo: Ni me gusta apretujarme con otros seres humanos en vagones de metal que circulan a más de cincuenta kilómetros por hora por debajo de la tierra. Ni soporto hacer colas para comprarme algo que ya tienen millones de personas. Ni remotamente he sentido algo parecido a un orgasmo al comerme una tableta de chocolate. Ni he llegado a ver más allá de la hora al mirar un reloj de esos que atraen a las hembras de metro setenta y labios de orquídea… en fin, que las tengo ¡a patadas!

El caso es que el perro del señor que dormía en nuestra cama, y que además por el día ejercía de vecino con perro, roncaba como un demonio (esto es una comparación atrevida por mi parte ya que desconozco si el demonio ronca e incluso si existe).

¡Ah no! –dije –. Lo del señor pase… pero al perro no lo aguanto porque ronca.
Cariño –pronunció, mi querida, con esa voz que un ángel le debió regalar a cambio de un favor sexual, porque de otra forma no entiendo que alguien pueda tener una voz tan extraordinaria –. ¿De verdad vas a dejar que el vecino siga durmiendo aquí? ¿Y si tengo que ir al baño? ¿Vas a levantarte tú para dejarme pasar? Porque a él no pienso molestarlo. Duerme demasiado profundo y me da no sé que…

De verdad que jamás he entendido a esa mujer. ¿Todo lo que le preocupaba era como ir al baño? Desde luego que la viera desnuda era improbable, ya que ella dormía con una especie de pijama-chándal que en la tienda nos habían vendido como una prenda superpráctica; digo yo que para dormir en los bancos del parque. ¿Porque si no para qué sirve un pijama-chándal? ¿Por si te entra el sueño en la cola del supermercado?

No estás usando la imaginación, cariño –inquirí –. Por qué todo el mundo piense que hay que salir de la cama por la derecha o la izquierda ¿tu vas a conformarte con esas posibilidades? Sal por los pies. ¡Rompe con lo establecido! Además, ¡así caerás con los dos pies a la vez! Equilibrio absoluto. Ni izquierda ni derecha. Ni mal día ni bueno.
Para hacer eso tendré que echar el nórdico hacia los pies y destaparnos los tres. Y tú estás desnudo. ¿quieres que te vea el vecino desnudo?
Pero si está durmiendo…
Bueno, está bien… ya lo has conseguido. No iré al baño. Espero que no me entren ganas.

¿Se dan cuenta de que todavía no tenía ganas y ya estábamos hablando de lo que habría que hacer en caso de que las tuviera? Esto se me hacía un poco cuesta arriba con mi niña. ¡Ese nivel de previsión! ¡Era como vivir dos vidas a la vez! ¡¡La que nos tocaba y la que podría tocarnos!!

Bueno –dije todo lo resoluto que pude aparentar ser –. Por lo pronto el perro con abrigo de piel se va a la cocina. No soporto los ronquidos.
¿Y qué hacemos con el señor?
Pues lo primero hay que despertarlo y preguntarle por qué se ha venido a dormir aquí?
¿Habrá que preguntarle por donde ha entrado no?
Bueno, a mí me interesa más saber por qué ha entrado que por donde…
Pero solo si sabemos por dónde podremos evitar futuros “porqués”.

Y ya estaba otra vez con sus previsiones.

Y comenzamos a menearlo empujando su hombro suavemente. El hombre era de dormir profundo… de repente me vino a la cabeza lo que llevaba intentando evitar que me viniera desde que ella me despertó. Me refiero a eso que me convierte en un tipo rarete.
 Oye –le pregunté – ¿y si echamos uno con éste al lado? A mi me da morbo…
A ti te da morbo untar una galleta con mantequilla.
¿Qué me dices? Luego te quejas de que la pasión se va desvaneciendo…

En contra de todo pronóstico mi musa accedió con la condición de que ella solo prescindiría de los pantalones de su chándal-pijama. Que aquí yo me di cuenta que llevaba mucho tiempo confundido con la prenda, ya que chándal-pijama no es lo mismo que pijama-chándal: Sí que puede apetecerte tumbarte a dormir mientras haces deporte lo que no creo que te pase nunca es que te apetezca hacer deporte mientras duermes. 

Estábamos en la faena, les contaba…, de hacer descender las braguitas de mi reina (el tema de por qué algunas mujeres duermen con braguitas debajo del pijama lo dejo para otros escritos porque me falta documentación) cuando el susodicho dormilón, vecino con perro durante las horas de sol, comenzó a despertarse.

No os cortéis. Mi mujer y yo solíamos hacerlo cuando el vecino del cuarto bajaba a dormir con nosotros.
¿El viudo? –preguntó mi criatura con forma de diosa que poseía un fascinante dominio del estado civil de los inquilinos de aquella finca.
Sí, el mismo… desde que su esposa murió busca como yo un lecho cálido donde dormir –prosiguió contando el tío raro.
–¿Pero usted es viudo? –pregunté.
–No, no... soy divorciado.
–Hombre... –apunté –. No es lo mismo
¡Sí lo es!. ¡Está solo! –me reprochó mi sirena con las braguitas en los tobillos.

Ante semejante muestra de empatía por parte de la que yo me quería beneficiar y ante la más que probable posibilidad de que esa noche no sucediera eso, intenté corregir mi falta de tacto.

¿Y por qué no se va a dormir con el viudo y así se hacen compañía?
No… lo que necesitamos los solitarios de esta finca es el calor que proporciona una pareja. Se aprobó en la última junta de vecinos.

Ahí mi princesa, ya volviéndose a vestir, pues por lo visto había decidido cambiar de planes, me miró con esos ojos que dejaban claro que yo había cometido una falta grave.

¿Tú no me dijiste que habías ido a la reunión?
¿Es eso lo importante ahora? –me defendí pronunciando la frase que acabo de escribir algo así como: ¿Ef efo lo… lo… imfobtaaaannnnnfe afo…….ra?
No quisiera molestar, en serio… –dijo nuestro vecino, que además resultó ser el presidente de la comunidad.
No, no… si no molesta –matizó hiriente la mujer que estaba mutando ante mis ojos en una especie de transformer japonés –. El que molesta es él.
Un momento… –intervine – (aquí hubo una discusión de media hora que no viene al caso... el caso es que concluyó como sigue) –. ¿Estás rompiendo conmigo?
¿Tú que crees? –me dijo ella cual boxeadora ilegal que acaba de amenazar al contrario.

Miré al tipo que había destrozado nuestro sueño aquella noche para que me aclarara si estaba rompiendo o no, ya que no soy muy bueno interpretando las insinuaciones. El asintió condescendiente. Miré a la mujer que más había amado hasta ese momento mientras me vestía. Pensé en que, una cama de uno cincuenta concede a cada uno de los durmientes cincuenta centímetros de intimidad y me di cuenta de que quizá hubiera debido callarme y dejar que pasara la noche sin más. Entonces el vecino cogió su móvil y envió un sms.

No quiero que te vayas así por mi culpa –me dijo –. Sube al segundo izquierda. Te están esperando.

Lo hice. Allí una niña de unos veinte añitos me abrió la puerta enfundada en lo que yo considero que debería ser el pijama de todas las mujeres del mundo: Una camiseta vieja y unas bragas de esas que jamás usarían para una primera cita. 

Buenas noches –balbuceé –. Es que acabo de separarme y según el último acta de la reunión de vecinos y propietarios…
No digas nada. Mi compañera y yo estábamos esperándote. Nos ha avisado Ernesto.
¿Sois pareja tu compañera y tú?
Solo en el trabajo. Hacemos cine porno… espero que no seas un estrecho de esos que lo juzgan todo como inmoral…

No, no lo era, ni lo soy… pero suele pesarme más el amor que no entiendo y termino perdiendo, que lo que no hace falta entender y está a mi lado porque sí. Así que les pregunté si tenían algún pijama-chándal que pudieran dejarme. Tuve suerte. Lo tenían. Me lo dejaron. Les di las gracias y me fui a darle uso al parque que el ayuntamiento había construido ese invierno justo enfrente de mi casa.

Seguramente para que yo pudiera pasar allí aquella noche.