Ella tenía 8 añitos. Yo 12.
Mi madre había ido a hablar con
la suya de cosas de madres. No sé si de maridos o del futuro. Desde luego de
telecinco no, porque no existían más cadenas que la uno y el UHF.
Mi madre vino para avisarme de
que nos íbamos. Yo había enseñado a la niña unos pocos movimientos del ajedrez
e íbamos a empezar la partida. Así que la hermana de mi tía y esposa de mi
padre dijo:
“Una partida. Solo una partida y que sea rápida. Tengo que
comprar lana”
La niña salió con un peón
blanco. A los cinco minutos me había hecho jaque mate con su reina y no
recuerdo que otras piezas.
Yo empecé a llorar. La partida
había acabado.
“Deja de llorar, llorica, y
sigue jugando” me dijo Patricia.
Se llamaba Patricia.
“No puedo continuar. Me has
hecho jaque mate. Mi madre me ha dicho que solo una partida y nos iríamos”
“¿Qué diablos es eso de jaque
mate? Quiero seguir jugando. Mueve. ¿No vas a seguir luchando por tu rey?”
“No puedo, jaque mate significa
que me has dejado sin movimientos. Haga lo que haga pierdo la partida. Matarás
a mi rey”
“Quiero que sigas jugando. Creía
que no eras un cobarde”
“He perdido, eso es todo”
“¿Y por qué lloras? ¿es que no
sabes perder?”
“Es que quería estar contigo
toda la tarde. Me has vencido demasiado pronto”
Esta es la historia que le conté
a la mujer de mi vida por teléfono cuando me llamó cobarde, por huir de su cama
mientras dormía por miedo a vivir la mayor experiencia de amor con la que
un hombre puede tropezar en su camino.
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