Resumiendo:
que ella era “la Cloto” y yo “la Átropos”.
De sus cuidados surgían mis cánceres
y de las charlas a media noche
varias razones para no
saber a qué hora llegaba el autobús.
Nadie la entendía salvo los renacuajos de las charcas
que no servían para ser ranas.
Ese era su poder:
Ganar sin enterarse.
Me acogió cuando me abandonaron
en una cesta en el Nilo
y nunca preguntó por mis apellidos.
Le bastaba con saber que hiciera lo que hiciera
o acertaba o f@llaba.
¿Cabía algo más en la vida de alguien?—
preguntaba humilde casi siempre a la hora de morir.
Yo me lo hice con ella más de cien veces en un año.
Ni por amor ni por cólera.
Mis ojos la deseaban
y mi polla se subía a la cofa de la galera
para advertirme de que había más océano
después de pisar el primer charco.
Aún con los avisos de Láquesis
nunca la vi venir.
Era más sabia que yo.
Ni tempestades ni sequías.
Sin decir, sin hacer, sin estar…
… me dejó claro que,
en caso de romperse algún hueso,
yo tendría que pasear a su perro.
Solo por esa vez me alegró ser lo que era.
El perro sí que estaba “al dente”
y a mí me exigían cada vez más rendimiento
si quería cobrar las comisiones.
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