La vida duele según las palabras
que se escojan para escucharla.
Así se lo contaron a Gabriel,
el ciego que aprendió a comulgar
formando la fila.
Vendía rosas junto a la puerta de un banco
porque defendía que el dinero
y el buen perfume deben cruzarse
en algún lugar de sus caminos.
«Era la única forma de que la gente
se cubriera
de mierda sin sentirse mal —defendía».
Gabriel respiraba humo
para sanear su espíritu
y comía de todo convencido de que algo
lo acabaría matando antes de tiempo.
Tuvo varias novias y las traicionó a todas
mientras merendaba viendo la televisión.
Ninguna le reprochó nada
excepto la última.
—«Gabriel —le dijo ella — no es justo
que teniendo el “rabo” que tienes
te distraigas con algo que no puedes ver».
Desde ese día se quedó sordo, mudo
y se tumbó en el sofá con la tele apagada.
Su perro avisó al 112.
Encontraron a Gabriel tatuado de llagas
y sepultado bajo sus creencias.
El forense adujo su muerte a unas gafas en el estómago.
Por lo visto no era ciego sino miope.
«Ojalá hubiera podido ver de lejos —deseó el cura en su funeral—,
le aguardaba una televisión de la hostia gracias a internet».
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