Graznaba.
Otros decían que cantaba.
La cosa era que estaba buena
y la mayoría de los hombres
que la escuchaban lo hacían en el baño.
Pasó al revés.
Él rebuznaba
y algunas decían que no había mejor voz.
Era feo pero miraba a los ojos.
Las mujeres llamaban a la radio
y la publicidad las complacía.
«¿Cómo?» —me indigné.
Fui a mi psicólogo y le pregunté sobro todo.
«No es cuestión de géneros» —me aclaró —
«Se trata de oídos y sensibilidades»
«¿Es que las orejas no escuchan al corazón?»
«Solo si tu corazón está donde tiene que estar» —me respondió.
«¿Y donde está el mío?» —le pregunté.
«Entre tu demencia y lo que consideras cuerdo»
—me dibujó en una pizarra, sin hablar, y tras coger mi dinero.
Desde ese día la música me sonó a colesterol
y aderecé mis ensaladas con Heavy Metal.
Unos meses más tarde hice cola para subir a un autobús.
El revisor me advirtió de que el viaje era duro.
«¿Por el clima? ¿Por los baches? ¿Demasiadas curvas?»
—me interesé.
«Nada de eso. Los viajes son duros porque te llevan
de lo que conocías a otra parte» —contestó petulante.
«Entonces es duro el destino, no el viaje» —maticé más petulante que él.
«Hijo, presta atención al hilo musical cuando se cierren las puertas»
—me espetó riéndose mientras se quitaba el sonotone.
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