La tortuga se escapó del Zoo.
«No puede estar lejos» —decían los cuidadores.
«La tortuga que corre más que el viento»
—publicaron los periodistas.
«Una tortuga se desintegra... ¿Es el fin del mundo?»
—anunció una plataforma de TV.
Confieso que estuve con ella esa noche
y que se pasó con la bebida.
Me contó que estaba cansada de su caparazón.
Yo le pregunté si no le jodía más
estar atrapada en una jaula.
«Para nada —me contestó —,
lo que me revienta es no poder cambiar de hogar»
La invité a mi casa.
Podía dormir en el sofá —le ofrecí —
dándome cuenta pronto de mi torpeza.
«Te agradezco el detalle… pero duermo siempre aquí dentro»
—me respondió afable, con voz escarchada
y señalándose el caparazón.
Nos tomamos una última copa
y nos fuimos cada uno por su lado.
Ya dormido algo golpeó mi ventana.
Me asomé. La tortuga estaba abajo.
Hacía mucho frío.
Pensé que había cambiado de opinión
y que por mucho que llevara su casa a cuestas
donde hubiera un sofá cálido
que se quitara el mundo de afuera.
«Perdona que te moleste» —se disculpó avergonzada —
¿Puedo dormir en tu casa? Es que he perdido las llaves»
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