Recitaba las leyes mejor que un abogado.
Mendigaba en la calle
y se disculpaba
por anunciar la esclavitud que vendría.
Su voz rota resultaba cálida
por muy duras que fueran sus advertencias.
Llevaba un móvil de última generación y
me sorprendió que atendiera llamadas
o las rechazara según le diera el aire.
Presumía de poder escogerlas.
«Tú no podrás —me decía.
Tú responderás siempre que te llamen
porque tienes cosas que pagar»
No suelo replicar a los tipos así.
Me limito a sonreírles y asentir con la cabeza
como que estoy de su parte.
¿Quién sabe cómo podrían reaccionar
de sentirse cuestionados?
Al llegar a casa
mi pareja me esperaba en la cama.
Me reflejé en sus ojos y ella en mi boca.
Luego yo en su boca y ella mis ojos.
Más tarde ni ella ni yo nos reflejábamos.
Mi encuentro con el mendigo
nos sumió en la oscuridad.
«¿Le ofreciste mi cuerpo?
Quedamos en ofrecerle mi cuerpo» —“pregunprotestó” mi chica.
«No me atreví. Te quiero demasiado» —mentí y confesé.
Nunca revelé a la mujer de mis sueños la verdadera razón
de que no nos concedieran el préstamo para la hipoteca.
Nunca le conté que el mendigo
se relamía acariciando sus monedas
mientras miraba mis labios,
y se disgustaba si hablaba de ella.
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