Se murió y ella lo entendió mal.
Claro que la amaba.
Quería irse porque no se soportaba.
Lo había dejado caer
durante alguna cena con ensalada.
La vida le sabía a tragedia
sin el aderezo de la muerte.
No leía las necrológicas
porque se sentía desafortunado.
Había vivido
y por mucho que se empeñaran
los chicles sin azúcar
la vida provocaba caries o diarrea.
Nadie le regaló por su 52 cumpleaños una soga
aunque sí una maceta con un joven nogal.
Luego el más viejo de sus vecinos
le obsequió con sabiduría de escalera:
«Buscar el sentido a todo esto es más
perjudicial que el tabaco y el alcohol».
Putada que los psicólogos
fueran más caros.
Un mes de terapia equivalía a
500 cervezas y 150 cigarros
y el resultado no era inmediato
ni definitivo.
Tuvo guasa su deceso.
Resbaló en la bañera
mientras escuchaba
“It’s my life” de Bon Jovi.
Su pareja escogió la novena
de Beethoven para el funeral
(hay quien dice que por venganza).
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