De todas las putas de la calle
Gripe fue la única que aceptó
mis condiciones.
Le pedí que se desnudara
y se exhibiera para mi.
No soy un tipo complicado —le dije.
Cualquier coreografía tipo vals
me vale.
Luego caí en que el vals requiere de dos
y me ofrecí a acompañarla cuerpo a cuerpo.
A los pocos minutos mi pecho ardía
y tosía para expulsar a un inquilino
que presumía de conocer al casero
antes de que yo naciera.
La abuela del quiosco
me dijo que se trataba de un demonio fértil
dedicado a la polinización de las flores de las tumbas.
El doctor que la única cura pasaba por querer curarse
y a veces ni por esas.
En resumen:
Tuve miedo de no salir de aquella cama.
Tuve miedo de perder el paso
y que la puta me cobrara de más.
Gripe comprendió que no iba a ser un buen polvo.
Se vistió y me besó en la frente.
«No te preocupes, mi niño,
al menos he disfrutado viendo cómo me mirabas»
Le di las gracias, cerré los ojos
y memoricé aquella vagina al final de su culo
como la carretera a la casa de tu mejor momento.
Desperté varios días después
en una camilla del ambulatorio.
Cosas del sistema:
era más rentable esconder camas
que usarlas para los enfermos.
Una gitana sin hijos y llena de años
me acariciaba la frente y limpiaba mi sudor.
«No tengas miedo, payo.
Si te perdona el pago es que le caíste bien.
Gripe no conoce la piedad.
El primero de los hombres que conoció
la preñó y abandonó junto a un saco de dinero»
No supe que decir.
Jamás he sabido ahorrar al lado de una mujer.
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