Me ponían sus piernas.
Aún cuando estaba en el váter cagando pensaba en sus piernas
y mi polla empezaba a darse de cabezazos contra la taza.
Era difícil no excitarme con aquellas piernas.
Incluso llegué a pensar que Dios las había creado para mi.
Que tanto Él como Yo sabíamos que ninguno de los dos teníamos
sentido sin aquellas piernas.
Piernas que acababan en pies que habían pisado cientos de kilómetros
antes de que yo la conociera.
Pies que descalzos buscaban alivio en mis labios y a los que mi vergüenza
evitaba mirar a los ojos por miedo a parecer raro.
Sus piernas limitaban al norte con su coño:
la ostra que los alérgicos al mar podían degustar viva sin temor a alergias.
Con sabor a océano ibérico,
a paella valenciana y a bocadillo en verano de niño con hambre y padres que saben amarse.
Un oasis de crema de mujer inteligente
con ojos depredadores y un sereno sentido de justicia materna.
Lo peor no era embriagarse del jugo de su vagina.
Lo malo malo era que aún saciado quedaba cuerpo por adorar:
Pezones y tetas, nalgas y ano.
Su saber y su pelo, sus de nadie y sus labios.
Hombros, espalda, cuello y vientre.
De entre todas las mujeres ni virgen, ni puta:
Desobediente.
Un oasis de crema de mujer inteligente
con ojos depredadores y un sereno sentido de justicia materna.
Lo peor no era embriagarse del jugo de su vagina.
Lo malo malo era que aún saciado quedaba cuerpo por adorar:
Pezones y tetas, nalgas y ano.
Su saber y su pelo, sus de nadie y sus labios.
Hombros, espalda, cuello y vientre.
De entre todas las mujeres ni virgen, ni puta:
Desobediente.
***
Me ponían sus piernas.
Era hija de la altura y del baloncesto.
Rea de los idiotas
y verdugo de mis excusas.
Reina en definitiva.
De republicanos asustados
y monárquicos entregados.
Reina.
Reina.
Reina.
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