No estoy preparado para nada.
Todo me sorprende.
Tras cada paso otra prueba.
Tras cada prueba
ni fracaso ni logro.
Solo otra.
Y otra.
Otra.
Sin haberte buscado me encuentras.
Como Ángel me anuncias
que tu Dios no me espera.
Que hay autobuses de sobra...
Y que lo mejor para alejarse
es quedarse quieto.
Te pregunto por los libros de autoayuda
y me regalas un espejo
y una foto de mi madre,
y una foto de mi padre.
Antes de conocerse.
Eso sí.
Antes de conocerse.
Exhibes tus piernas y tus ojos
y me invitas a atravesar el túnel juntos.
«Ahí dentro —me adviertes—
muchos han caído
por no saber separar el deseo de la piel
ni el amor del instinto»
Ni te entiendo ni quiero hacerlo.
Tus piernas y tus ojos son tan innecesarios
para la vida como cualquier diamante o pepita de oro
y aún así no dudaré en matar
al primer fantasma que trate de hacerte daño
mientras lo atravesamos.
Sonríes.
«¿Es que nuestro Dios ya me tiene por bueno?»
te pregunto.
Y llorando me respondes:
«Ojalá fueras ateo»
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