No tengo hambre.
Son las dos de la tarde y no tengo hambre.
Luego la tendré.
A la hora de la siesta.
Y querré dormir pero no me quedará más remedio
que cocinarme algo.
Un poco de panceta y pan serán suficientes.
La mierda es que a las cinco he quedado contigo
y por el tono de tu voz al teléfono
me da que querrás echar un polvo.
Y a mí me quedará una siesta por dormir.
Joder, no sé cómo lo haré...
Estoy seguro de que no podré engañarte
con lo de vamos a abrazarnos y a sentir
nuestro calor.
Ya lo hice el domingo pasado
y al segundo ronquido me despertaste
y me echaste de tu casa.
No te guardo rencor.
Yo no lo hubiera hecho pero entiendo
que te sintieras ofendida.
Estás demasiado buena como para que un tipo
corriente como yo te use de almohada.
No sé por qué narices los domingos
se me desmonta todo.
Tal vez tenga más parte de dios que de hombre
y por eso tenga tantas ganas de descansar.
«¡Es miércoles idiota!» te escucho gritar
desde la cama «¡y la panceta te la has comido
para almorzar. Por eso no tienes hambre!»
(No sé cómo explicar a esta mujer que me resulta
difícil inspirarme si me interrumpe con la realidad
cada vez que recito en voz alta lo escrito)
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