He soñado que acudías a la iglesia
corriendo semidesnuda e implorando
que me perdonaran por adorar al diablo.
Que no me arrojaran a la hoguera.
Me ha enternecido verte de rodillas
ante el párroco más viejo.
Estabas bella. Sudada. Esbelta.
Y tan asustada como airada.
Igual que cuando huyes de ti.
Una mezcla perfecta para que
yo siga queriéndote a mi lado
cada día de mi vida.
Eso mismo le he dicho al cura:
«No hay otra razón para que
adore al diablo. Quiero que no
se distraiga con más tentación
que la mía y me resulta incómodo
hablar de hambres humanas a su Dios».
El párroco te ha acariciado la nuca
y tú le has mirado a los ojos suplicante.
He sentido celos. El diablo no estaba haciendo bien
la parte de su trato.
Me estaba fallando.
Toda la gracia que hay en ti
debería dármela solo a mí.
«Caballero... no debe preocuparse»
ha dicho otro sacerdote más joven
«Usted ha pecado pero es comprensible.
Ella es tan bella...» y luego se ha acercado
a ti.
Tú permanecías despeinada y
con los ojos en lágrimas, de rodillas
y escoltada por los dos religiosos.
Algo me advertía de que lo peor
de mi castigo no iba a ser la hoguera.
«Tengo dinero para arreglar el campanario»
les he confesado desesperado intentando el soborno.
«Dinero tenemos de sobra» me han respondido
al unísono «Mujeres así y creyentes no tantas...»
«¡Claro que sí!» he protestado «La iglesia está llena
todos los domingos de beatas»
Y el párroco más viejo, acariciando
tus labios con la yema de su dedo índice ha matizado:
«No he utilizado una preposición sino una conjunción, hermano perdido»
Me he despertado empapado en sudor.
A fin de cuentas no es para menos.
¡¿Cómo he podido pasar por alto esa diferencia?!
No hay comentarios:
Publicar un comentario