Foto: Natalio Casino |
Decía que le gustaba acercarse a los acantilados
que daban al mar rocoso y silbar contra el viento.
Que lo aprendió de una novia que tuvo
que lo dejó con la excusa de que
el amor no puede durar si quieres
que sea para siempre.
Aquel día la echaba de menos.
Llevaba años echándola de menos
pero a todo el mundo decía lo contrario
porque así le explicó ella que era mejor hacerlo.
«No digas que echas de menos a alguien,
los demás usarán eso para hacerte sentir desgraciado.
Y los que pretendan animarte
solo estarán reafirmando que echar de menos
a alguien no es bueno».
Ahora nadie le daba consejos de esos
ni lo empujaba a convertir en absurda la vida.
Ahora el viento era solo viento.
El acantilado un sitio peligroso si resbalabas
y la nostalgia algo que te mordía el corazón por dentro.
Así que gritó su nombre tal y como hubiera hecho ella
de estar allí.
Y el viento usó su voz para responderle.
Porque él la escuchó desde donde fuera que estuviese.
Estaba seguro de que era ella. Era su voz.
«Mala cosa escuchar voces» —dijo al forense su mejor amigo,
el mismo que le advirtió que se alejara del abismo.
«Mala cosa si delante de ti hay ciento treinta metros de caída libre» —matizó
el médico.
Ella mientras tanto también caía.
Pero en una cama. Con otro hombre...
«¿Por qué no vamos a silbar contra el viento?» —le preguntó.
Él la miró divertido.
¡Qué excéntrica era esa chica!
Su estómago se revolvió aunque no entendió por qué.
No había comido nada raro. Era un hombre sano y
con una clara visión de lo que debe ser la vida.
Obviando los retorcijones y su código personal,
si aquella chica lo invitaba a hacer cosas raras...
¿Por qué no probarlo? ¿Que podía pasarle?
Y el hada del mar rocoso que todo lo ve y que todo lo sabe
lo bendijo con su varita mágica:
«Serás el siguiente candidato a echarla de menos».
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