No tuvo hijos.
Prefirió coleccionar cromos
y saldar deudas con sus demonios.
Algunas mujeres le advirtieron
de que más allá de los años
quedaban las malas razones.
Nunca faltó a misa un domingo
y mientras el mar aguardaba a su barco
se dedicó a predicar la anarquía
entre su tripulación.
Su naufragio lo celebraron
los que nunca brindaron a su lado
y una parte de la mitad
de los que no felicitaba por su cumpleaños.
Llegado el día de su comunión
el cura le dio una sonora hostia.
«Cumplí dos sacramentos
de una sola tirada de dados»
—solía decir a quien le preguntaba
por la razón de sus dientes rotos.
Poca gente le llamaba redentor,
algunos mecánicos agradecían sus cheques,
y por encima de todos ellos
las tumbas de las mujeres solteras
coreaban su nombre en griego.
A todas ellas dirigió sus últimas palabras:
—«Ni me justifico ni me condeno
pero os aseguro que la manzana
tenía un gusano».
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