El perro de mi pareja me echó el aliento.
Yo comía, él no.
Me resultó nauseabundo.
Así que pensé en los robots.
Robots de verdad,
no los aspiradores redondos
que nos roban las tareas “Mindfulness” del hogar.
(Es cierto que no me gusta barrer
pero tampoco me mola lo del “Mindfulness”).
Retomo el asunto del perro de mi pareja.
Siempre le tuve compasión.
¿Cómo no tenérsela si nunca le vi coger un libro?
Su mayor entusiasmo pasaba
por cuando yo abría la nevera.
Entonces sus catorce años revertían
a la infancia y su diagnosticada ceguera
descubría la misma luz que Lázaro
al salir de su tumba.
«Serás carne de carnet de paro si no lees» —le decía yo
mostrándole la colección de Barco de Vapor.
Vuelvo a la cosa de los robots.
Comprendí que el perro sufría
y que mi pareja también al verlo rejuvenecer.
No estamos preparados para ir hacia atrás.
La vejez forma parte de lo que esperamos
y cualquier otra cosa acojona.
Por eso inventé a “Tachuelas”.
El robot que daba sin requerir mantenimiento.
Al principio me tacharon de inhumano.
Luego se burlaron de la música que escuchaba
y al final escogieron de mi estantería
los libros con los que cocinar su caldo.
A mí no me tocaron.
Acerté con la sal a la hora de rociar mis libros.
Alguien ganó.
Yo no, desde luego.
Mi pareja tampoco…
“el-fin-()-(al)” del perro (por lo visto) era que se moría.
“Tachuelas” triunfó en ventas.
Cinco estrellas…
…“A todos satisface. Es el mejor amigo del hombre”
—escribían en los comentarios online.
¿Cómo no iba a hacerlo si solo daba?
—me quejé desde una cabina telefónica del siglo XX.
«Haber dejado la nevera abierta»
—me contestó una voz desde 1990.
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