Ella no habla de abrazar árboles
ni de obtener beneficios en Bolsa.
Se entretiene distrayéndome
cada vez que hago diana en su corazón.
Yo le sigo el juego.
Aprendí pronto que el Minotauro
tampoco conoce el laberinto
y que si las rosas pinchan
es solo porque temen ser comidas.
Casi nunca cuenta nada
aunque terminemos mi cerveza
sin un silencio.
Cuando se lo hago saber
me desbroza en cien partes
para dejar claro que sabe lo que hay
pero que no me conviene
hablar de ello.
No le gusta el aroma de las conservas
ni soporta las ristras de ajo en la comida.
No nombra a Dios por su nombre
y prefiere apostar a los deportes antes que a la ruleta.
Cree que el azar es el subordinado del esfuerzo
y que la suerte y la voluntad follan en los vestuarios.
Yo la quiero tanto como me han dejado
querer las que han estado antes y
ella finge dejarse querer tanto
como la quisieron antes
de que ella dejara de quererlos.
A menudo se sobresalta en mitad de la noche.
Las sombras de la habitación tratan de contarle algo.
Tiene miedo y me busca para encontrar consuelo.
No me encuentra.
Yo no estoy.
No puedo estarlo.
«Nadie que llegue después
puede saber más de ti que tú» —le digo.
Entonces enciende la luz de su mesita.
Por alguna absurda razón cree que hace de faro.
A mí eso me apena.
Ningún barco se guía por la luz.
Todos los ciegos aman el suelo que no ven.
Después... tanto como nada.
Y un poco más tarde... nada sabe a tanto.
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