La encontré a mitad del poema.
Con sabor a versos por escribir.
Vivía en un hotel de habitaciones sin espíritus
y de entre todas las mujeres
ni era la más puta ni era la más fiel.
La invité a mi cama pero en vez de venir
me mostró la palma de sus manos
y me prometió usarlas como cuenco
cada vez que me jodiera la sed
y el agua fluyera cerca.
Me aceptaba, dijo, tal y como los lobos
acorralan a sus presas.
Sin prisas, caminando a mi lado
y evitando resvalar por las colinas húmedas.
«Aún así te morderé en el cuello
cada vez que necesites
viajar de tu mierda de vida
a un lugar de paz y letras»
me susurró cuando entre sus sábanas
me doblé el tobillo.
Por alguna razón mi dolor no le preocupaba.
Y cuando le pregunté si era por falta de amor
me abrazó desnuda, me besó en el pecho
y me explicó que solo una madre sufre por cada macho parido.
Que lo demás: dependencia.
«El resto de lamentos son quejidos recitados
sobre una base rítmica moderna
creada por productores que no acabaron el conservatorio
por jugar demasiado con los ordenadores.
La culpa no fue de ellos —me aclaró —
El dinero tiene mucho que ver con su falta de talento»
A partir de ahí cerré los ojos
y le pedí que me susurrase al oído
los versos censurados desde que las religiones
ocuparon las portadas de las mejores revistas.
«No trates de descubrir lo que nos han prohibido»
me aconsejó.
«Cualquier enigma no es sino la falta de un buen orgasmo.
A la hora de la corrida...
...a nadie en su sano juicio
le importa morir»
Y me corrí.
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