viernes, 30 de noviembre de 2012

tuve que inventarme una musa



Las mujeres se niegan a inspirarme. 
Me buscan para pasear a su lado. 
Tomar algo de vez en cuando.
 Ir de vacaciones a un lago infectado de mosquitos
 o a cualquier otro infierno natural
que la agencia de viajes califique
de paraje exquisito.

 Cada vez que trato de robarles
 un gramo de su esencia para mi inspiración,
 cualquier cosa, por nimia que sea: 
un gesto, una palabra, una idea... 

SE ENFADAN CONMIGO

 Y ME ACUSAN DE PREDICAR
 A LOS CUATRO VIENTOS
 NUESTRA INTIMIDAD. 
También la última,
 la que me dejó desnudo y
  tendido en aquella playa de alicatados torsos 
esculpidos en gimnasios de raza,
 se negó a ser mi musa.
(Dicho en prosa pagana: me dio calabazas)

Ella no era ni sería el tren 
que arribara a mi estación.
Si uno de nosotros –me advirtió –.
  Tenía que ser la galaxia
 y el otro un planeta...
Ella se proclamaba Vía Láctea
y a mí me dejaba ser 
luna, lunera…

En un primer momento pensé que
 el río de la vida hasta mi orilla la trajo
para engrandecer mi arte,
para encumbrarlo hasta lo más alto.

Pero pronto aquel delirio de grandeza
sintió la suela de sus zapatos aplastar la cáscara de mi ego
obligándome a convertir en acto de contrición
lo que para mí siempre había sido un credo. 
 Además –decía –. 
 Tu arte es demasiado decadente.
 No respetas a tus musas
eres ciego y sordo a la alegría
tu corazón está en tu contra y te miente.

Solo escribes sobre lo que no te dan,
 sobre lo que te duele
 Ni una palabra acerca de lo que a ellas les falta
o sus corazones requieren.

¡A mí me iba a decir mi musa cómo tenía que tejer mis palabras!
¡Qué poco sabía ella del indomable espíritu de los artistas!

Así un día
 le dije que se acabó...
 que ya no la necesitaba.
Me inventaría otra musa
con boca de esparadrapo
y ojos de joyas baratas.
Y que ésta yacería en cruz
 sobre mi colchón de madera,
dispuesta a tragarse sin remilgos
lo que de mi pluma saliera.

Dicho de otro modo.  
¡Jamás volvería a inspirarme en una mujer de carne y hueso!
Estaba cansado de tener que renunciar a sus dones.
De enterrar sus ignorados esqueletos de musa
en solitarios caminos y en sus desconcertantes cruces.

¿No quería ser leída por otros hombres?
¡Concedido!

Tinta ni para los tatuajes.
.


Mi nueva Musa se llamaría Clasidiocoepedia.
Le prepararía un rinconcito en el sótano de mi cabeza
y la ocuparía en ordenar los folios y los cuadernos
mientras mi novia y yo,
sonrientes y cogidos de las manos visitaríamos tiendas.

¿Creen que funcionó?

Su primera pregunta fue… 
¿Y qué está haciendo ahora esa musa que dices haberte inventado?
¿Clasidiocoepedia? pregunté
Sí, Clasidiocoepedia… respondió.

Hasta el desván de mis fantasías de herrumbre obsceno
seguí a mi pizpireta creación. 
Y allí, guiñándome su ojo de vidrio azulado…
me provocó.

¡Era demasiado fuerte para contárselo a mi novia!

Yo no había creado a la musa
 para hacer daño a la mujer 
sino para, para… para… 
bueno tal vez sí, 
quizá un poco por joder.


Y COMENZARON NUESTRAS DEVASTADORAS PELEAS DE CELOS.

No hay comentarios:

Publicar un comentario