Planeaba sobre el mar
y deseó bucear bajo las olas.
Prefirió el azúcar
al café con sal
y montó una panadería
al lado de los vómitos
de cientos de borrachos.
Se arruinó y pidió dinero
a varias mujeres.
Colocó su caja de cartón
en esquinas embadurnadas de azufre
y mientras los perros lo respetaban
él aprendió cosas
sobre el olor del infierno.
Encontró trabajo en una gran empresa
y de vez en cuando
le daban limosna los más pobres.
De tanto llamarlo a voces
se quedó sordo.
A partir de esa tragedia
aprendió a apreciar la música
y dibujó un pentagrama
lleno de silencios de redonda.
Es huérfano de padres, amigos
y castillos en el aire.
Lo llaman como se les ocurre
y él acude a donde le apetece.
Lo más extraño de todo
es que no se parece a ningún espejo
y cada guerra le recuerda a Hiroshima.
Nació un día de revolución
y para morir sigue mirando al cielo.
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