Mirar su espalda te convertía en estatua.
No le gustaba la sal y
aún así cocinaba mejor que yo.
Un día me preguntó
si sabía lo que estaba haciendo.
Humilde, quise responder
que me había pasado con el aceite
pero mientras esperaba el postre
un desconocido había recogido la mesa.
Desde entonces, cada bocado,
muerde menos que un sorbo
y el horno hace que salte la luz
a los doscientos grados.
Quise averiguar más
pero cerraron la carnicería
el día que se murió su mascota.
Ahora rezo para encontrar
la razón de su mirada
y el porqué de sus guisos.
Que de eso solo sabe la policía,
las leyes y de vez en cuando
algún borracho— me respondió
Dios cocinando algo que olía a gloria.
Un día jugué con ella a los bolos
y me di cuenta de que no le importaba ganar.
Perdí todas las veces que necesitó
hasta aprender a quererla a mi manera.
Luego me compré en la farmacia
un aparato de esos que miden la tensión.
Que la mirara menos —me recetó el médico
antes de entrar a la consulta.
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