A la única que creía en dioses y vampiros.
A la única de todas las moscas
que rezaba antes de sacar su trompa
agradeciendo su alimento.
Precisamente a la de la estaca.
Toda la laguna guardó silencio.
Se le barruntaba una mala digestión
al batracio.
Las culebras de agua dulce se excusaron
de santiguarse por falta de manos.
Los nenúfares se cerraron
confundiendo día y noche.
El árbol más viejo se culpó
de no haberse podrido a tiempo
y solo unos pocos congéneres
se burlaron de la víctima por estúpida.
La rana recogió su lengua con su presa
y su estómago se rompió de dolor.
A las pocas horas flotaba y escupía
un palillo y un hilo de sangre en la charca.
Las culebras se aprovecharon del festín.
Los nenúfares del sabor de las aguas
y las raíces del viejo árbol se empalmaron
por el morbo del crimen.
Solo los mosquitos acudieron
al entierro de la rana.
«Cazar supone riesgos»
—dijo el más anciano en el funeral.
En otro lugar,
sobre el lomo de la rana muerta,
algunas larvas erigían una estatua
a la víctima.
Se había convertido en un referente
para ellas:
«Si el depredador muere contigo
habremos hecho justicia»
Acababan de implantar
la Ley de la estaca.
Y la mosca más débil se puso a rezar.
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