Estábamos en guerra.
Arranqué la alianza de un cadáver
y me até a la vida por el rito civil.
Mi esposa me presentó a
su prometido prometiéndome
no quedar con él salvo
si mi aliento sabía a turrón
a la hora de echar un polvo en la playa.
No dije nada,
de todo lo que pensaba
el mejor resumen era largarme de allí.
Llamé a la puerta de al lado.
Me abrió una hermosa mujer
que no vestía más que una sonrisa.
Miró desconfiada mi alianza
y le expliqué que se trataba
del regalo de un compañero de guerra.
Que se parecía a la de su marido —me dijo
— aunque él tenía los dedos más gordos.
Para mí todas las alianzas eran iguales…
tarde o temprano o cambiaban de dedo
o terminaban en el Monte de Piedad.
Me invitó a pasar y me ofreció
una copa de besos con hielo.
Que había dejado el hielo
—le comenté.
«Entonces ¿a qué has venido?»
—me preguntó desnudándose de su sonrisa.
No supe qué responder.
Mirara donde miraba solo veía puertas
y cadáveres.
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