Mis padres me regalaron
un casco amarillo que lucía con orgullo.
Nunca me importó el acné,
ni la ropa de marca.
Peinarme suponía un suplicio
y solía jugar con amigos imaginarios.
Hasta los más duros del barrio
alababan mi casco amarillo
cuando me veían dar puñetazos y patadas al aire.
No reconocí la realidad
hasta que aquella virgen
(cientos de años más tarde)
me preguntó:
«¿Estás seguro de que no se
estaban burlando de ti?»
Ya no me quedan amigos imaginarios
pero sigo llevando mi casco amarillo.
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