Se levantó temprano para que Dios la ayudara
y en su camino hacia el trabajo un ciempiés
se burló de su fe.
No le faltaba lógica:
«Si yo con tantos pies me arrastro,
tú que solo tienes dos ¿qué pretendes?»
Poco después un ángel le anunció
que la esperaban en la cola del paro.
Y aunque preguntó… Dios no respondió.
«La estadística es capaz de calcular la suerte,
lo importante es que el estadista
tenga suerte al hacerlo»
—le dijo el tipo que le dio turno en la fila
antes de evaporarse.
Ella comenzó a llorar.
No por dolor.
No por impotencia.
Era decepción.
¿Qué valor tenía su oración
si Dios no parecía más sabio que un ciempiés?
Y aunque preguntó… Dios no respondió.
Por fin llegó a la ventanilla del funcionario.
No era como esperaba.
Un resplandor iluminaba a un señor enjuto.
Ella lo entendió como una señal del Altísimo.
«No, no… señora… no soy ningún ángel…
solo radiactivo…» —se excusó el hombre.
«Pero eso tiene que ser peligroso»
—afirmó ella que había comprado
unos fascículos de minerales cuando era niña.
«Para mí no. Solo para quien todavía no lo es»
—contestó afable el funcionario.
Y esa vez no preguntó nada a Dios.
Se arrancó la cruz que adornaba su cuello
y la arrojó a los pies de la mujer
que aguardaba su turno detrás.
Dos días más tarde ella
encontró un trabajo mucho mejor
y la mujer que recogió su cruz
conocía al hombre de su vida.
Las dos agradecieron al Cielo estar vivas
mientras Dios leía intrigado “cosillas” de Pascal.
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