No creía en
los reyes magos. Ni en Santa Claus. Ni en San Valentin. Ni siquiera los
cumpleaños significaban algo. Para él regalar debía salir de uno mismo. Nada de tradiciones
arbitrarias. Por eso aquel día. Un día cualquiera. Decidió regalarle unas
botas. Unas botas de montaña de piel y cómodas para hacer todos los kilómetros
que el corazón resista. A ella le gustaron. Estaban a la moda en colores y
diseño. Había acertado.
Pero para él
las botas era solo el instrumento para poder explicar su mejor regalo. Así le
contó mientras saboreaban unas copas de vino, que las botas eran para que
explorara la vida. Que visitara otros mundos. Otras tierras. Otras maneras de
pensar. Siempre había pensado que su novia era un poco simple. Una mujer
demasiado dependiente de él. Y con eso la estaba invitando a buscarse y crecer.
Ella rió y le
besó. Luego comenzaron a hacer el amor.
Al día
siguiente. Mientras la tele les robaba sus cerebros y su tiempo ella se levantó
y le entregó un paquete. Él lo abrió emocionado y tras las frases típicas de no
tenías por que hacerlo… yo te regalé las botas porque te quiero… observó con
perplejidad que era un garrote. Un bastón.
Con su mirada
preguntó que qué sentido tenía eso. Ella no era una mujer profunda por lo que
no esperaba ninguna respuesta. Pero se equivocó:
–El
bastón es para que te sostenga cuando vuelva de mi viaje y te cuente todos los
dormitorios que he visitado –. Le dijo.
Él no rió y no
la besó. Y luego no hicieron el amor nunca más… (juntos claro).
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