viernes, 4 de mayo de 2018

la veo sufrir y me acuerdo de los bollicaos.





La veo sufrir. 
Retorcerse y encorvarse
tratando de aliviar un dolor
invisible para la medicina
convencional.
Me clava la mirada
y me dice con los dientes apretados:
no te reconozco
¿no ves que dejé de ser yo misma 
tras el último polvo que tuve
que arrancarte?

Yo, guiado por los mejores maestros
sonrío y la invito a que siga
vomitando todo el veneno
que le transmitió la serpiente.
Luego me agacho y miro
debajo de la cama.

¿Qué buscas, hombre sin piedad?
—me pregunta arisca.

La manzana, busco la manzana
de los cojones...
la que te hace sentir culpable.

Pero no se lo digo.
Miento.

Se me ha caído la alianza
solo eso y nada más.

Y empieza a llorar.

La alianza ¡no!, se lamenta.
Si la pierdes no habrá pacto.
Y sin pacto no hay razón
para que sigas poniéndome compresas
que me alivien la fiebre.

Si la hay —le respondo 
desoyendo a los maestros.

¿Sí? ¿Cual?
—me interroga supongo yo que anhelando
una buena respuesta.

Y ahí siento lástima de mí mismo.

Me he limitado como un mal estudiante
a hojear las Cosmopolitan
que ella compraba.

A admirar su belleza sentados en el cine
mientras proyectaban medio centenar de sombras,
 azotes y cuerdas
sin enterarme del argumento...

... y a criticar a un vampiro que en lugar
de morir con la luz del sol
brillaba como los cromos 
que daban con los bollicaos
que merendaba de niño. 

Los muy hijos de puta que 
construyeron mi mundo
supieron joderme bien.

¿Qué les costaba haberme advertido que 
de todo lo que aprendí una mitad caducaría
y la otra era mentira?




















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