Fotografía: Sonia Hidalgo |
Enciendo el portátil.
Abro el procesador de textos.
Selecciono nuevo documento en blanco
y me quedo “in albis" como las sábanas de la canción.
¿Dónde están tus jodidas palabras
de angustia emocional? –me pregunto.
La pantalla del ordenador emite una pequeña risa.
¿Qué tal te sienta la felicidad?
¿No te resulta útil para escribir? –se burla.
Lejos de sentirme ofendido,
mi cabeza vuelve a acostarse
en el recuerdo de su generoso vientre.
En esas horas de siesta
que en nada se parecen
a las que padecía hacía apenas
unos días antes de conocerte.
Aquellas que invocaban pegajosos sueños macabros.
Desfiles carnavelescos de perjudicadas criaturas
de mi submundo.
Vuelvo a mirar la pantalla.
Puedo escuchar con claridad los cánticos
de la cofradía que va a asistir al sacrificio
de lo único que nunca me ha abandonado:
Mi necesidad de marcar con tinta
las emociones que mi cuerpo se niega
a representar.
Piensa, me dice mi acomplejada inspiración.
¿Cómo sería que ella te dejara?
¿Cómo sería que ella te engañara?
¿Cómo sería otra caída desde lo más alto del amor?
Y pienso…
Pienso en que si me dejara al menos la habría tenido.
En que si me engañara habría tenido la delicadeza
de escogerme a mi de entre todos los hombres para hacerlo.
En que caer desde lo más alto significa
haber visitado el cielo al menos una vez.
Y entonces me queda claro.
No es el momento de escribir nada.
Es el momento de rellenar los tinteros de descanso
aprovechando toda la vida que me está ofreciendo.
No hacerlo sí que me alejaría de lo que me es imprescindible para escribir:
Una vida junto a ella.
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