Resplandecía como las calles
de Valencia en las tardes de Julio.
Toda luz y deshabitada.
Pendiente de otras cosas,
perenne a vete tú a saber qué
y de vez en cuando,
atenta a esas oportunidades
que uno necesita para saberse en cuenta.
Yo la llamaba a voces,
los que no estaban lo hacían por su nombre
y ella iba o venía según sus reglas.
Le supliqué mis últimas palabras
en uno de esos barrios que arden
entre las nuevas oportunidades
y los toldos roídos de tanto sol.
La gitana que puso romero en mi tumba
me lo dejó claro antes de cobrarme:
«si pretendes amar a una mujer como esa
debes aprender a susurrar»
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