El predicador se disfrazó de puta.
Por cada cliente que se le acercara
usaría un sermón para redimirlo.
El primer putero no aguantó la perorata
y arrojó su dinero por la ventanilla del coche
en un gesto de desprecio.
El predicador lo recogió
y agitándolo al cielo
lo bendijo para dar comida a los pobres.
Trescientas noches más tarde
había construido su iglesia.
Ya si eso, luego… iría al supermercado.
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