domingo, 6 de octubre de 2019

Adán







Se le escapó una sonrisa 
y lo lamentó durante cien tristezas.
Dios no debería creer en nosotros 
—dicen que dijo 
mientras el párroco se ahorcaba 
solo en el campanario.

Su suerte iba.

Como el mundo,
cada paso que daba,
era de un solo uso.

Las mujeres que más lo querían
comentaban en el mercado
que su resfriado ya duraba demasiado.
Todas murieron de hambre
cien días antes de la vendimia.

Él no pudo ir a sus entierros.
Tenía que atender a cada una de sus miserias.
Exigentes.
Importantes.
Suyas.

De noche encendía las luces.
De día cerraba los ojos.
Ni invierno ni verano
se entendían dentro de las paredes de su casa.

Los que hablaban de colores decían que era gris.
Los ciegos que era mudo.
A los sordos no les importaba mientras no dijera algo
y, de entre las mejores reses,
ningún carnicero con ambición lo habría llevado al matadero.

Se llamaba Adán.
Como el hijo del otro.
Como tú. Como yo.
Como nadie con sentido común.

Trajo la desgracia al mundo
 y se sienta a tu lado en la oficina.

Ojalá te absuelva.





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